miércoles, 20 de julio de 2011

El espíritu

Él sabe que hizo bien.

Él sabe que era lo único que podía hacer.

Él sabe que sumió a mucha gente en la tristeza.

Él sabe que su madre todavía tiene la esperanza de ver su rostro de nuevo.

Él sabe que su padre bebe a escondidas.

Él sabe que no va a ser olvidado.

Él sabe que ya no lo ven.

Él sabe que nunca más estará con ellos.

Él sabe.

Pero él sabe todo eso, porque él sí puede verlos.

sábado, 26 de marzo de 2011

La sociedad

Es alucinante ver cómo la Ignorancia pasea por todos lados a sus anchas, metiéndose dentro de cada cuerpo con el que se topa. Se siente como una reina. Controla a todos sus súbditos, y esas pocas almas que se rebelan contra ella quedan ahogadas por los balbuceos y los empujones del resto de cuerpos huecos.

¡Oh, diosa Ignorancia! Tú eres esa luz que nos guía y nos aleja de las sombras de la Razón, la Voluntad y la Capacidad para Pensar por uno mismo. Muñecos autómatas con los ojos en blanco la siguen. Son personas ciegas de originalidad y de deseo por conocer.

Y quien se quede rezagado, esperando el momento oportuno para huir a las sombras, será hecho prisionero y encadenado al borde de camino, inmovilizado frente a ellas, para que vea su salvación pero no pueda alcanzarla nunca.

sábado, 25 de diciembre de 2010

Ellos

Pasean por el mundo, nos vigilan, llegan, y en un instante quedamos grabados para siempre.

A paso lento, tranquilo, pero jamás titubeante, pasan junto a un grupo de niños con sonrisas eternas dibujadas en sus rostros. Una niña con un bonito abrigo está agachada, sosteniendo entre sus manos una bola blanca de la misma sustancia fría que recubre el suelo por completo. Otros dos niños están escondidos tras un matorral, delante de ella. También sonríen. Es un momento que quedará para siempre.

Porque ellos pasaban por allí.

Una chica está sentada en un banco, inmóvil, como todo lo que le rodea. Un joven se sienta junto a ella. Este instante en el que todo se detiene capta la mirada tímida que nunca llegará a transformarse en palabras con la que él la observa mientras ella mira hacia otro lado. Esa mirada ahora es eterna. Esos sentimientos jamás desaparecerán.

Porque ellos pasaban por allí.

Una hoja cae del árbol, pero no llega a acariciar el suelo. Ahora siempre quedará suspendida a un metro de él, pues ellos la han visto a su paso por el parque en el que nunca más correrá el viento. En el que las ramas nunca más serán mecidas. En el que esa hoja quedará siempre ahí, quieta, inmóvil…

Porque ellos pasaban por allí.

Adelantan a una pareja de pelo blanco. Él lleva un aparato para ayudarse a andar, y ella va cogida de su brazo. Se dan cuenta de esa otra manera de expresar el amor que emana la pareja, es una imagen en la que se ve el cariño, fruto de una vida compartida durante mucho tiempo. Y la pareja también queda quieta. Todo se detiene.

Porque ellos pasaban por allí.

Las imágenes quedarán estancadas para siempre. Nos ayudarán a recordar que a veces está bien detenerse y mirar a nuestro alrededor. Entonces nos daremos cuenta de que el mundo es algo más que una masa de cosas y tiempo… es mucho más.

Yo quiero ser como ellos. Quiero ser fotógrafa.

sábado, 18 de diciembre de 2010

Perdida

Al menos son personas, pero ella no sabe quiénes son. Rostros desconocidos, ojos que la miran con curiosidad, sujetos que la empujan si se interpone en sus caminos sin darse cuenta. Gabardinas, sombreros negros, maletines como los de las películas…


Su angustia va en aumento. Corre entre ellos sin saber adónde va, solo buscando… Está desesperada, siente que la siguen, pero no se atreve a mirar atrás. Tiene miedo, mucho miedo. Sus lágrimas dejan a su paso dos surcos brillantes en sus pálidas mejillas.


Se siente sola.


−Papá, ¿dónde estás…?

lunes, 15 de noviembre de 2010

Pequeña, la medicina.

Fue un día como otro cualquiera. Llovía. La luz de mi casa iluminaba tenuemente el jardín a través de los cristales empañados del desván.

Yo tenía quince años. Por aquel entonces soñaba que los dragones habitaban algún lugar remoto del mundo, soñaba que el agua del arroyo corría cuando estaban abiertas las compuertas del país de los duendes y estaba convencida de que algún día un príncipe azul vendría a mi casa a rescatarme de las garras de mi tía.

El desván era el refugio en el que me escondía de ella. Sabía que Madame Leodonour nunca entraba en esa habitación y yo la había convertido en mi rincón, donde mi imaginación volaba libremente y no tenía que preocuparse por ser causa de burla por parte de mi tía.

Recuerdo aquella noche con especial intensidad. Estaba jugando con mi casa de muñecas y había puesto velas para alumbrar. Madame Leodonour dormía.
Yo estaba tarareando una melodía cuando sentí un cosquilleo que me recorrió la espalda y terminó en la nuca. Me quedé quieta y alerta, aunque no había oído nada. Y de pronto, otra vez ese cosquilleo y una suave brisa me revolvió los cabellos.

Las ventanas estaban cerradas.

Muy asustada, aunque segura de mi misma y ordenándome no gritar viera lo que viese, giré lentamente la cabeza.

Y allí estaba. Inmóvil. Alerta como yo. Y yo… la había visto.

Con sus diminutas alas comenzó a revolotear por la habitación, buscando un escondite, un refugio. A su paso dejaba rastros dorados en el desván y un apenas perceptible tintineo la delataba. Pero de pronto se detuvo y me miró.

Yo estaba perpleja. Y más perpleja me quedé cuando movió sus minúsculos labios y me habló.

Pequeña, hoy no te has tomado la medicación. Recuerda que tienes la dosis necesaria junto a la puerta”.

Cierto. Se me había olvidado tomar el jarabe aquella noche. Le di las gracias y me acerqué a la puerta para tomármelo. A medida que iba surtiendo efecto la dosis, el hada desaparecía.

Pero yo la había visto, y estaba convencida de que había sido real. Y nadie podría decirme lo contrario. Le enseñaría al mundo entero que todos estaban equivocados acerca de mí. Y por fin mis médicos tendrían que disculparse y creerme.

Había sabido desde un principio que estaban cometiendo un error al tratarme como una enferma de eso que llaman locura.

Porque yo sabía que no lo estaba.

lunes, 13 de septiembre de 2010

Espíritu libre

Corre, aunque nada la está persiguiendo. Corre, pisando con fuerza la arena y levantándola tras apartar el pie. Corre por la playa, rodeada, por un lado, de mar, y por los demás, de selva virgen, espesa, viva. Su piel es negra como el carbón, pero una mancha blanca la diferencia de los demás. Esa marca distintiva la margina de los de su tribu, pero ella se siente un espíritu libre. Porque es lo que es. Es un espíritu que corre libre por la playa, sintiéndose amiga de las olas, de los pájaros que la acompañan en su carrera, de cada grano de arena que deja atrás a su paso por la playa. Varios ojos la contemplan desde la espesura. Son los niños negros de su tribu, que la siguen siempre, curiosos, cada vez que ella se aleja de los demás para dejarse llevar por el viento, el salitre y los graznidos y convertirse en un elemento más de la naturaleza.

Los ojos de esos niños son los únicos que la miran con admiración y no con envidia o desprecio. Ellos son los únicos que no se preguntan por qué ella ríe sola, ya que son capaces de compartir su felicidad. Son los únicos que, cuando ella vuelve con los demás, salen con timidez de sus escondites y la imitan con alegría corriendo, revolcándose por la arena, y sintiéndose como ella.

Cuando crezcan, dejarán de ser niños y sufrirán un cambio radical que les impedirá hacer todo eso.

Aunque el tiempo no surte efecto en ella, el espíritu libre.

¿No sería bonito que a los niños les pasara lo mismo, es decir, que siguieran conservando ese espíritu por mucho que pasara el tiempo? ¿No podría eso pasarnos a todos?

Porque quiero sentirme ese espíritu libre de la selva.

martes, 7 de septiembre de 2010

Siempre

Camina lento, tranquilo, sin prisas.

Con paso seguro, espalda erguida, mirada fija.

Lleva auriculares puestos.

No está enchufada la clavija.

¿Será cierto lo que ven los ojos?

¿O a veces me engaña la vista?

Sólo es aparente su tranquilidad. Ahora que me fijo, le tiemblan las piernas, su mirada no está fija en nada. Mira el suelo… no, no lo mira, está perdido en la nada, porque tiene los ojos vendados de oscuridad. Se tiende un abismo ante él, y siente vértigo. Pero en realidad solo está caminando por un desierto lleno de piedras y tierra seca. No hay nada más que eso a su alrededor. ¿Dejaría algo atrás? Si me fijo más, me doy cuenta de que sí. Algo que ha perdido en el camino le atormenta. Se detiene. Se gira. Las lágrimas que le limpiaban el rostro lleno de polvo se congelan. Y se derrumba. ¿Qué ha visto, para tornar su rostro a desesperación? Grita y alza las manos al cielo. Gime y se estremece. Intenta ponerse en pie pero vuelve a derrumbarse. Descarga su puño contra el suelo, llena la misma mano de arena seca y la lanza al aire gritando el nombre de su mujer. La arena se convierte en polvo y es empujada por el viento. Se mezcla con otras partículas que también flotan alrededor del hombre… Son partículas que un momento antes habían sido lanzadas también por él. El polvo de arena y las cenizas de una bella mujer forman un remolino que danza irónicamente alrededor del viudo, le despeinan y le levantan la camisa rota y manchada. Le secan las lágrimas y le empujan hacia delante, siempre hacia delante. El hombre intenta volver el rostro, pero esas cenizas le impiden que vuelva a mirar hacia atrás, hacia el esqueleto de un coche que unos meses antes había sido suyo y de ella.

Quizá es su imaginación, pero juraría que en ese momento algo susurra en su oído: “Siempre contigo”.

Se estremece, son cosas demasiado extrañas como para ser reales. Pero hay algo que aún no ha descubierto. Desde ese momento, el alma de su mujer viaja con él.

Junto a él…

Para siempre.