lunes, 13 de septiembre de 2010

Espíritu libre

Corre, aunque nada la está persiguiendo. Corre, pisando con fuerza la arena y levantándola tras apartar el pie. Corre por la playa, rodeada, por un lado, de mar, y por los demás, de selva virgen, espesa, viva. Su piel es negra como el carbón, pero una mancha blanca la diferencia de los demás. Esa marca distintiva la margina de los de su tribu, pero ella se siente un espíritu libre. Porque es lo que es. Es un espíritu que corre libre por la playa, sintiéndose amiga de las olas, de los pájaros que la acompañan en su carrera, de cada grano de arena que deja atrás a su paso por la playa. Varios ojos la contemplan desde la espesura. Son los niños negros de su tribu, que la siguen siempre, curiosos, cada vez que ella se aleja de los demás para dejarse llevar por el viento, el salitre y los graznidos y convertirse en un elemento más de la naturaleza.

Los ojos de esos niños son los únicos que la miran con admiración y no con envidia o desprecio. Ellos son los únicos que no se preguntan por qué ella ríe sola, ya que son capaces de compartir su felicidad. Son los únicos que, cuando ella vuelve con los demás, salen con timidez de sus escondites y la imitan con alegría corriendo, revolcándose por la arena, y sintiéndose como ella.

Cuando crezcan, dejarán de ser niños y sufrirán un cambio radical que les impedirá hacer todo eso.

Aunque el tiempo no surte efecto en ella, el espíritu libre.

¿No sería bonito que a los niños les pasara lo mismo, es decir, que siguieran conservando ese espíritu por mucho que pasara el tiempo? ¿No podría eso pasarnos a todos?

Porque quiero sentirme ese espíritu libre de la selva.

martes, 7 de septiembre de 2010

Siempre

Camina lento, tranquilo, sin prisas.

Con paso seguro, espalda erguida, mirada fija.

Lleva auriculares puestos.

No está enchufada la clavija.

¿Será cierto lo que ven los ojos?

¿O a veces me engaña la vista?

Sólo es aparente su tranquilidad. Ahora que me fijo, le tiemblan las piernas, su mirada no está fija en nada. Mira el suelo… no, no lo mira, está perdido en la nada, porque tiene los ojos vendados de oscuridad. Se tiende un abismo ante él, y siente vértigo. Pero en realidad solo está caminando por un desierto lleno de piedras y tierra seca. No hay nada más que eso a su alrededor. ¿Dejaría algo atrás? Si me fijo más, me doy cuenta de que sí. Algo que ha perdido en el camino le atormenta. Se detiene. Se gira. Las lágrimas que le limpiaban el rostro lleno de polvo se congelan. Y se derrumba. ¿Qué ha visto, para tornar su rostro a desesperación? Grita y alza las manos al cielo. Gime y se estremece. Intenta ponerse en pie pero vuelve a derrumbarse. Descarga su puño contra el suelo, llena la misma mano de arena seca y la lanza al aire gritando el nombre de su mujer. La arena se convierte en polvo y es empujada por el viento. Se mezcla con otras partículas que también flotan alrededor del hombre… Son partículas que un momento antes habían sido lanzadas también por él. El polvo de arena y las cenizas de una bella mujer forman un remolino que danza irónicamente alrededor del viudo, le despeinan y le levantan la camisa rota y manchada. Le secan las lágrimas y le empujan hacia delante, siempre hacia delante. El hombre intenta volver el rostro, pero esas cenizas le impiden que vuelva a mirar hacia atrás, hacia el esqueleto de un coche que unos meses antes había sido suyo y de ella.

Quizá es su imaginación, pero juraría que en ese momento algo susurra en su oído: “Siempre contigo”.

Se estremece, son cosas demasiado extrañas como para ser reales. Pero hay algo que aún no ha descubierto. Desde ese momento, el alma de su mujer viaja con él.

Junto a él…

Para siempre.