lunes, 15 de noviembre de 2010

Pequeña, la medicina.

Fue un día como otro cualquiera. Llovía. La luz de mi casa iluminaba tenuemente el jardín a través de los cristales empañados del desván.

Yo tenía quince años. Por aquel entonces soñaba que los dragones habitaban algún lugar remoto del mundo, soñaba que el agua del arroyo corría cuando estaban abiertas las compuertas del país de los duendes y estaba convencida de que algún día un príncipe azul vendría a mi casa a rescatarme de las garras de mi tía.

El desván era el refugio en el que me escondía de ella. Sabía que Madame Leodonour nunca entraba en esa habitación y yo la había convertido en mi rincón, donde mi imaginación volaba libremente y no tenía que preocuparse por ser causa de burla por parte de mi tía.

Recuerdo aquella noche con especial intensidad. Estaba jugando con mi casa de muñecas y había puesto velas para alumbrar. Madame Leodonour dormía.
Yo estaba tarareando una melodía cuando sentí un cosquilleo que me recorrió la espalda y terminó en la nuca. Me quedé quieta y alerta, aunque no había oído nada. Y de pronto, otra vez ese cosquilleo y una suave brisa me revolvió los cabellos.

Las ventanas estaban cerradas.

Muy asustada, aunque segura de mi misma y ordenándome no gritar viera lo que viese, giré lentamente la cabeza.

Y allí estaba. Inmóvil. Alerta como yo. Y yo… la había visto.

Con sus diminutas alas comenzó a revolotear por la habitación, buscando un escondite, un refugio. A su paso dejaba rastros dorados en el desván y un apenas perceptible tintineo la delataba. Pero de pronto se detuvo y me miró.

Yo estaba perpleja. Y más perpleja me quedé cuando movió sus minúsculos labios y me habló.

Pequeña, hoy no te has tomado la medicación. Recuerda que tienes la dosis necesaria junto a la puerta”.

Cierto. Se me había olvidado tomar el jarabe aquella noche. Le di las gracias y me acerqué a la puerta para tomármelo. A medida que iba surtiendo efecto la dosis, el hada desaparecía.

Pero yo la había visto, y estaba convencida de que había sido real. Y nadie podría decirme lo contrario. Le enseñaría al mundo entero que todos estaban equivocados acerca de mí. Y por fin mis médicos tendrían que disculparse y creerme.

Había sabido desde un principio que estaban cometiendo un error al tratarme como una enferma de eso que llaman locura.

Porque yo sabía que no lo estaba.

1 comentario: