viernes, 30 de julio de 2010

El cuadernillo (parte primera)

26 de septiembre

Hoy, como todas las tardes de seis y media a ocho menos cuarto, hice mi paseo rutinario de ochenta y cinco minutos por el camino bajo del parque Monoara.

Como de costumbre, llevaba este cuadernillo de hojas sin cuadrícula (me siento orgulloso de poder decir que por fin quedó atrás mi época de usar por necesidad la hoja cuadriculada debido a mi desorganizada y descuidada letra) sin el que jamás salgo a la calle. Quién sabe cuándo a uno pueden ocurrírsele grandes frases que podrían pasar a la posteridad de no ser porque casi todas se olvidan pocos minutos después. Para no olvidar mis frases y por un manojo más de razones, es por lo que siempre llevo conmigo esta libretilla encuadernada en cuero que me regaló mi hermana tiempo ha.

Tengo la costumbre de usar estas hojas como pequeño diario, pero tengo también la manía de escribir el presente en tiempo pasado. Eso de cambiar el tiempo verbal responde a una sencilla razón; Cuando releo mis páginas días después, me resulta más cercano leer “vi un pato” que “estoy viendo un pato”.

Tras andarme unos párrafos por las ramas, vuelvo a mi cálido y agradable paseo en el Monoara.

Después de estar caminando un rato, contemplando cada árbol, cada rama entretejida, los huecos de las hojas que dejaban filtrar la suave luz del sol, disfrutando del sonido del agua clara que corría, los ruidos de los animalejos que se escondían de los paseantes… Después de vivir todo eso por un largo tiempo, me senté a descansar en el banco en el que me siento siempre, para ver caminar a las demás personas que, como yo, gustan de visitar el parque por ese camino bajo, el más lejano a la salida y tal vez por eso el menos transitado pero, sin lugar a dudas, también el más precioso de todos, por ser el que acompaña al río en su viaje por mi ciudad.

Me detuve y cerré los ojos. La brisa fresca me hizo cosquillas en las orejas, hoy traía consigo un dulce olor a sabia. Allí, en aquel punto del parque, ocurría un fenómeno extraño. Cada día olía diferente, y nunca se repetía el olor. Siempre se trataba de aromas naturales del parque, agradables, pero curiosamente distintos los unos de los otros. Era un hecho extraño, pero a mí me encantaba.

Cuando abrí los ojos vi que se acercaba un matrimonio con paso tranquilo. La pareja miraba el río con aire distraído. No se habían percatado de que yo me encontraba a pocos metros de ellos, contemplándoles. Cuando pasaron por delante de mí, giraron la cabeza y me miraron. Como saludo, sonrieron, y siguieron su camino. Tras ellos, un niño de no más de cuatro años les seguía montado en una bicicleta pequeña con las ruedas auxiliares puestas. El chiquillo iba más pendiente de una mariposa que revoloteaba frente a él que de sus padres. La seguía a la velocidad que le permitía su torpeza con la bicicleta. No apartaba los ojos del insecto… tal vez por eso no me extrañó ver que segundos después de que pasara por delante de mí, el niño se empotraba con un árbol.

Mientras el llanto del niño se alejaba, unas pisadas se hacían sonar entre los árboles, acerándose cada vez más al camino. Seguro que es uno de esos locos que de vez en cuando se cuelan en el parque y se suben a los árboles creyéndose Mowgli. Hay que ver el éxito que ha tenido el niño de la Selva…

El cuadernillo (parte segunda)

Para mi asombro, no fue un hombre con ropajes desgastados y sucios, sino una bella mujer la que salió de entre los árboles. Hermosa. Divina. Llevaba un precioso vestido color crema para familias no muy acaudaladas que sólo dejaba vislumbrar la punta de sus zapatitos, llenos de barro, igual que el bajo del traje. La joven, de unos veinte o veinticinco años, poseía una belleza excepcional. Cualquier dama de élite la habría envidiado y hubiera deseado obtener al menos la mínima parte de su infinita belleza. Irradiaba una luz interior que hacía brillar sus ojos de tal manera que tal vez yo habría perdido el equilibrio si en aquel momento ella hubiera parpadeado. Llevaba su pelo castaño trenzado y recogido en un sencillo moño, a la moda pero sin llamar la atención. Su cara tenía forma ovalada, tez pálida, mejillas manchadas por un puñado de pecas, y unos labios finos e irresistiblemente… ¿familiares?

De pronto me miró y en su rostro se formó un gesto de sorpresa al reconocerme.

−No serás… ¿Francisco?

−Vamos, Elisabeth, desde siempre me has llamado Fran− mi perplejidad era cada vez mayor, ¡se acordaba de mi nombre!.

−Fran… es cierto, pero te llamaba así cuando éramos niños, ahora eres todo un hombre.

Elisabeth, ¡quién me lo diría! Era la última persona a la que podría imaginarme paseando por aquí. Aunque, pensándolo bien, si seguía como siempre y no había cambiado, lo cierto es que no debería extrañarme. Tal vez me ha turbado la impresión de verla de nuevo después de tantos años. Está tan cambiada… ahora es toda una mujer, y guapísima. Yo la recordaba cuando aún dormía con aquel peluche y le encantaba coger ranas y metérmelas dentro de la camisa. Era odiosa, le encantaba reírse de mí. Aún recuerdo aquella vez que me hizo subir a un árbol para recuperar el peluche que antes había colocado ella allí, y después provocó que me diera de bruces contra el suelo.

−Fran, ¿me estás escuchando?

−¿Eh? Sí, sí, estabas hablando de la espectacular belleza de tu… digo, del paisaje.

−No, estaba diciendo que me encanta ese cuadernillo en el que estás escribiendo. ¿No es uno que te regaló tu hermana?

Se había dado cuenta de que había dejado de escucharla y me había limitado a mirarla embobado, y eso no era bueno. Seguro que volvía a atacarme, viendo mi vulnerabilidad, con sus trucos y engaños para obtener algún capricho, como aquél día del peluche y el árbol…

−Sí, es un regalo de mi hermana. Tiene mi nombre escrito por la parte de atrás.

Pero qué guapa era. Cuanto más la miraba, más me quedaba prendado de ella. Opino que tenía que dedicarse a la hechicería, porque estoy seguro de que estaba ejerciendo algún embrujo sobre mí.

−Pues me gusta mucho. ¿Lo tienes muy escrito?

−Me quedan veintitrés páginas para acabarlo.

No pensaba darle mi cuadernillo. Era mi objeto más preciado desde hacía años, y me acompañaba siempre. Yo, sin mi cuadernillo, no sé qué haría, la verdad. Mucha gente lleva tiempo pidiéndome que se lo de, pero este hombre que sabe defender sus pertenencias de manera firme y segura, les ha dejado siempre clarísima su intención de no regalar su cuadernillo bajo ningún concepto.

−¿Me lo regalarías…?

¿Existía una cara más dulce que la que me puso Elisabeth en aquel instante?


27 de septiembre

Hola. Soy yo, Francisco, desde mi nuevo cuadernillo.

viernes, 16 de julio de 2010

Mundo compartido

Un escalofrío recorre su cuerpo, comenzando por el cuello y acabando en la yema de sus dedos. Gira la cabeza, cierra los ojos, y sonríe, mostrando sus dientes. Se le ponen los vellos de punta y estira los dedos de sus manos, separándolos lo máximo posible. Disfruta cada movimiento, cada segundo. Con la espalda también estirada debido al cosquilleo que provocan los dedos de él recorriéndola, se gira hacia su compañero.

Él se limita a devolverle la sonrisa. Qué sonrisa…

Ella vuelve a girarse y apoya su cabeza sobre la mesa, prefiere concentrarse en el cosquilleo de su espalda antes que en mantener la cabeza erguida.

Si hubiéramos prestado atención, nos habríamos percatado de las respiraciones acompasadas de la pareja. Tal vez, fijándonos aún más, podríamos haber escuchado el latido sincronizado de cada corazón. Los dos iguales, el uno para el otro.

Después de unos instantes, en los que cada uno estaba disfrutando del silencio a su manera, la voz masculina del muchacho sonó:

−Te quiero.

Y ella, sin poder articular término debido al efecto que le producían aquellas palabras cuando las pronunciaba su chico, se elevó hasta una nube, la más cercana, y se quedó allí para el resto del día. Flotando. Ensimismada en su mundo, que ahora era un mundo compartido.

domingo, 4 de julio de 2010

Melanocetus johnsoni

“La luz me llega tenuemente. Me acaricia, tímida. Su roce no es más que un débil suspiro.
Pero a mí me basta, no necesito más cariño del sol que ese poquito que me da cuando se acuerda de que allá abajo, escondido, estoy yo, y unos cuantos más que se parecen a mí…”



Milenios después y mil metros más abajo.


“No necesito más, he aprendido a vivir en la oscuridad abismal. Ahora, cualquiera moriría en un lugar como éste, pero yo me he convertido en el rey de la nada.
Y a mí, a este rey de la Oscuridad, me dotaron, tiempo atrás, de ser también dueño de la luz. La poseo. Tengo el don de utilizarla a mi antojo. Aquí, en plena oscuridad, puedo crear la luz y llevarla conmigo allá donde vaya.”


−No tienes tú fe. Vives en la oscuridad porque eres un desecho del Creador, porque se avergüenza de que de sus manos haya salido una abominación como tú.

−Tú eres igual que yo.

−Sí, ambos estamos condenados a permanecer aquí perdidos hasta el fin de nuestros días. ¿Es que nunca te has mirado? Damos tanto miedo…

−Pero, entonces, ¿la luz que poseemos en nuestro interior…? No puede haber sido otra cosa que un regalo de nuestro Dios.

−¿Cómo pretendes alimentarte, si no es atrayendo a la presa con la pequeña linternita? Resígnate, amigo, nunca seremos más que peces abisales.