sábado, 25 de diciembre de 2010

Ellos

Pasean por el mundo, nos vigilan, llegan, y en un instante quedamos grabados para siempre.

A paso lento, tranquilo, pero jamás titubeante, pasan junto a un grupo de niños con sonrisas eternas dibujadas en sus rostros. Una niña con un bonito abrigo está agachada, sosteniendo entre sus manos una bola blanca de la misma sustancia fría que recubre el suelo por completo. Otros dos niños están escondidos tras un matorral, delante de ella. También sonríen. Es un momento que quedará para siempre.

Porque ellos pasaban por allí.

Una chica está sentada en un banco, inmóvil, como todo lo que le rodea. Un joven se sienta junto a ella. Este instante en el que todo se detiene capta la mirada tímida que nunca llegará a transformarse en palabras con la que él la observa mientras ella mira hacia otro lado. Esa mirada ahora es eterna. Esos sentimientos jamás desaparecerán.

Porque ellos pasaban por allí.

Una hoja cae del árbol, pero no llega a acariciar el suelo. Ahora siempre quedará suspendida a un metro de él, pues ellos la han visto a su paso por el parque en el que nunca más correrá el viento. En el que las ramas nunca más serán mecidas. En el que esa hoja quedará siempre ahí, quieta, inmóvil…

Porque ellos pasaban por allí.

Adelantan a una pareja de pelo blanco. Él lleva un aparato para ayudarse a andar, y ella va cogida de su brazo. Se dan cuenta de esa otra manera de expresar el amor que emana la pareja, es una imagen en la que se ve el cariño, fruto de una vida compartida durante mucho tiempo. Y la pareja también queda quieta. Todo se detiene.

Porque ellos pasaban por allí.

Las imágenes quedarán estancadas para siempre. Nos ayudarán a recordar que a veces está bien detenerse y mirar a nuestro alrededor. Entonces nos daremos cuenta de que el mundo es algo más que una masa de cosas y tiempo… es mucho más.

Yo quiero ser como ellos. Quiero ser fotógrafa.

sábado, 18 de diciembre de 2010

Perdida

Al menos son personas, pero ella no sabe quiénes son. Rostros desconocidos, ojos que la miran con curiosidad, sujetos que la empujan si se interpone en sus caminos sin darse cuenta. Gabardinas, sombreros negros, maletines como los de las películas…


Su angustia va en aumento. Corre entre ellos sin saber adónde va, solo buscando… Está desesperada, siente que la siguen, pero no se atreve a mirar atrás. Tiene miedo, mucho miedo. Sus lágrimas dejan a su paso dos surcos brillantes en sus pálidas mejillas.


Se siente sola.


−Papá, ¿dónde estás…?

lunes, 15 de noviembre de 2010

Pequeña, la medicina.

Fue un día como otro cualquiera. Llovía. La luz de mi casa iluminaba tenuemente el jardín a través de los cristales empañados del desván.

Yo tenía quince años. Por aquel entonces soñaba que los dragones habitaban algún lugar remoto del mundo, soñaba que el agua del arroyo corría cuando estaban abiertas las compuertas del país de los duendes y estaba convencida de que algún día un príncipe azul vendría a mi casa a rescatarme de las garras de mi tía.

El desván era el refugio en el que me escondía de ella. Sabía que Madame Leodonour nunca entraba en esa habitación y yo la había convertido en mi rincón, donde mi imaginación volaba libremente y no tenía que preocuparse por ser causa de burla por parte de mi tía.

Recuerdo aquella noche con especial intensidad. Estaba jugando con mi casa de muñecas y había puesto velas para alumbrar. Madame Leodonour dormía.
Yo estaba tarareando una melodía cuando sentí un cosquilleo que me recorrió la espalda y terminó en la nuca. Me quedé quieta y alerta, aunque no había oído nada. Y de pronto, otra vez ese cosquilleo y una suave brisa me revolvió los cabellos.

Las ventanas estaban cerradas.

Muy asustada, aunque segura de mi misma y ordenándome no gritar viera lo que viese, giré lentamente la cabeza.

Y allí estaba. Inmóvil. Alerta como yo. Y yo… la había visto.

Con sus diminutas alas comenzó a revolotear por la habitación, buscando un escondite, un refugio. A su paso dejaba rastros dorados en el desván y un apenas perceptible tintineo la delataba. Pero de pronto se detuvo y me miró.

Yo estaba perpleja. Y más perpleja me quedé cuando movió sus minúsculos labios y me habló.

Pequeña, hoy no te has tomado la medicación. Recuerda que tienes la dosis necesaria junto a la puerta”.

Cierto. Se me había olvidado tomar el jarabe aquella noche. Le di las gracias y me acerqué a la puerta para tomármelo. A medida que iba surtiendo efecto la dosis, el hada desaparecía.

Pero yo la había visto, y estaba convencida de que había sido real. Y nadie podría decirme lo contrario. Le enseñaría al mundo entero que todos estaban equivocados acerca de mí. Y por fin mis médicos tendrían que disculparse y creerme.

Había sabido desde un principio que estaban cometiendo un error al tratarme como una enferma de eso que llaman locura.

Porque yo sabía que no lo estaba.

lunes, 13 de septiembre de 2010

Espíritu libre

Corre, aunque nada la está persiguiendo. Corre, pisando con fuerza la arena y levantándola tras apartar el pie. Corre por la playa, rodeada, por un lado, de mar, y por los demás, de selva virgen, espesa, viva. Su piel es negra como el carbón, pero una mancha blanca la diferencia de los demás. Esa marca distintiva la margina de los de su tribu, pero ella se siente un espíritu libre. Porque es lo que es. Es un espíritu que corre libre por la playa, sintiéndose amiga de las olas, de los pájaros que la acompañan en su carrera, de cada grano de arena que deja atrás a su paso por la playa. Varios ojos la contemplan desde la espesura. Son los niños negros de su tribu, que la siguen siempre, curiosos, cada vez que ella se aleja de los demás para dejarse llevar por el viento, el salitre y los graznidos y convertirse en un elemento más de la naturaleza.

Los ojos de esos niños son los únicos que la miran con admiración y no con envidia o desprecio. Ellos son los únicos que no se preguntan por qué ella ríe sola, ya que son capaces de compartir su felicidad. Son los únicos que, cuando ella vuelve con los demás, salen con timidez de sus escondites y la imitan con alegría corriendo, revolcándose por la arena, y sintiéndose como ella.

Cuando crezcan, dejarán de ser niños y sufrirán un cambio radical que les impedirá hacer todo eso.

Aunque el tiempo no surte efecto en ella, el espíritu libre.

¿No sería bonito que a los niños les pasara lo mismo, es decir, que siguieran conservando ese espíritu por mucho que pasara el tiempo? ¿No podría eso pasarnos a todos?

Porque quiero sentirme ese espíritu libre de la selva.

martes, 7 de septiembre de 2010

Siempre

Camina lento, tranquilo, sin prisas.

Con paso seguro, espalda erguida, mirada fija.

Lleva auriculares puestos.

No está enchufada la clavija.

¿Será cierto lo que ven los ojos?

¿O a veces me engaña la vista?

Sólo es aparente su tranquilidad. Ahora que me fijo, le tiemblan las piernas, su mirada no está fija en nada. Mira el suelo… no, no lo mira, está perdido en la nada, porque tiene los ojos vendados de oscuridad. Se tiende un abismo ante él, y siente vértigo. Pero en realidad solo está caminando por un desierto lleno de piedras y tierra seca. No hay nada más que eso a su alrededor. ¿Dejaría algo atrás? Si me fijo más, me doy cuenta de que sí. Algo que ha perdido en el camino le atormenta. Se detiene. Se gira. Las lágrimas que le limpiaban el rostro lleno de polvo se congelan. Y se derrumba. ¿Qué ha visto, para tornar su rostro a desesperación? Grita y alza las manos al cielo. Gime y se estremece. Intenta ponerse en pie pero vuelve a derrumbarse. Descarga su puño contra el suelo, llena la misma mano de arena seca y la lanza al aire gritando el nombre de su mujer. La arena se convierte en polvo y es empujada por el viento. Se mezcla con otras partículas que también flotan alrededor del hombre… Son partículas que un momento antes habían sido lanzadas también por él. El polvo de arena y las cenizas de una bella mujer forman un remolino que danza irónicamente alrededor del viudo, le despeinan y le levantan la camisa rota y manchada. Le secan las lágrimas y le empujan hacia delante, siempre hacia delante. El hombre intenta volver el rostro, pero esas cenizas le impiden que vuelva a mirar hacia atrás, hacia el esqueleto de un coche que unos meses antes había sido suyo y de ella.

Quizá es su imaginación, pero juraría que en ese momento algo susurra en su oído: “Siempre contigo”.

Se estremece, son cosas demasiado extrañas como para ser reales. Pero hay algo que aún no ha descubierto. Desde ese momento, el alma de su mujer viaja con él.

Junto a él…

Para siempre.

domingo, 29 de agosto de 2010

Mario el músico

Mario era un niño pequeño, de unos siete años, que amaba la música, pero también los coches de carrera, los soldaditos de plomo y los escondites en los que había que arrastrarse por el suelo. Aunque eso a sus padres no les importaba. Eran muy estrictos con su pequeño, no le permitían otra cosa que no fuera estudiar piano. Tenían pensado para él un futuro como solista en las mejores orquestas del mundo, y por eso Mario no podía salir de casa más que para asistir a sus clases de música.

“Si sigues así serás el mejor. Nadie podrá superarte”. “Pero, papá, estoy cansado. ¿No puedo dejarlo por hoy?”. “¡Hijo mío! Jamás pensé que llegarías a decir una barbaridad como esa. Los grandes músicos nunca, y repito, ¡nunca descansan!

Teniendo como tenía Mario unos padres así, ¿qué podía hacer el chico? Pues… no separarse del piano, quisiera o no. Mario creció y sus sueños comenzaron a llenarse de aviones. Iberia, Ryanair, British Airways, Aegean… Las mejores compañías aéreas. Lo bonito que sería poder pilotar un avión, ¿verdad? Eso era lo que Mario pensaba, y pronto se dio cuenta de que quería ser piloto. Un día se lo comentó a sus padres, y a punto estuvo de que le desheredaran.

−¿Tú te das cuenta de lo que estás diciendo, insensato?

−Sí, estoy diciendo que quiero pilotar aviones. Me parece más atractivo que estar todo el día tocando el piano.

Y Mario se llevó una bofetada.

Aprendió a no hablar de otra cosa que no fuera música con sus padres. Sus aspiraciones y deseos los guardaría para sí a partir de entonces.

Y así hizo, siguió tocando el piano y creció en silencio, refugiado en su mundo. Se volvió un muchacho triste y muy reservado. Al piano era todo un genio, es cierto, pronto recibió importantes llamadas para dar conciertos por toda España, y poco después por el mundo entero.

Pero Mario no era feliz.

Una noche, mientras daba un pequeño concierto en el Liceu de Barcelona, llevó su imaginación a las alturas y se vio pilotando un avión a través del Atlántico. La música que tocaba era la que iban escuchando los pasajeros para no aburrirse. Cuando llegaba a las notas agudas, el avión ascendía un poquito más. Y cuando terminó la obra, se dio cuenta de que sólo había estado soñando.

El público adoraba a Mario.

Pero Mario ya no podía amar nada.

Aquella madrugada de invierno, un cuerpo sin vida descansaba en las traseras del teatro. Mario ya no era capaz de soportar el peso de su amarga tristeza. Su profunda depresión fue lo que le llevó a quitarse la vida.

Los grandes músicos no nacen de la privación del disfrute, no nacen de una infancia inexistente. Y, menos aún, nacen si el sueño de querer llegar alto pertenece a personas ajenas y no sale del propio corazón. Nunca nacerán si no se les da tiempo para descansar, pues el silencio vale tanto como la nota. ¿Algo más? Sí. Cualquier músico, ya sea conocido o de la calle, disfruta haciendo su música, y es algo que no se puede imponer… ni arrebatar.


viernes, 30 de julio de 2010

El cuadernillo (parte primera)

26 de septiembre

Hoy, como todas las tardes de seis y media a ocho menos cuarto, hice mi paseo rutinario de ochenta y cinco minutos por el camino bajo del parque Monoara.

Como de costumbre, llevaba este cuadernillo de hojas sin cuadrícula (me siento orgulloso de poder decir que por fin quedó atrás mi época de usar por necesidad la hoja cuadriculada debido a mi desorganizada y descuidada letra) sin el que jamás salgo a la calle. Quién sabe cuándo a uno pueden ocurrírsele grandes frases que podrían pasar a la posteridad de no ser porque casi todas se olvidan pocos minutos después. Para no olvidar mis frases y por un manojo más de razones, es por lo que siempre llevo conmigo esta libretilla encuadernada en cuero que me regaló mi hermana tiempo ha.

Tengo la costumbre de usar estas hojas como pequeño diario, pero tengo también la manía de escribir el presente en tiempo pasado. Eso de cambiar el tiempo verbal responde a una sencilla razón; Cuando releo mis páginas días después, me resulta más cercano leer “vi un pato” que “estoy viendo un pato”.

Tras andarme unos párrafos por las ramas, vuelvo a mi cálido y agradable paseo en el Monoara.

Después de estar caminando un rato, contemplando cada árbol, cada rama entretejida, los huecos de las hojas que dejaban filtrar la suave luz del sol, disfrutando del sonido del agua clara que corría, los ruidos de los animalejos que se escondían de los paseantes… Después de vivir todo eso por un largo tiempo, me senté a descansar en el banco en el que me siento siempre, para ver caminar a las demás personas que, como yo, gustan de visitar el parque por ese camino bajo, el más lejano a la salida y tal vez por eso el menos transitado pero, sin lugar a dudas, también el más precioso de todos, por ser el que acompaña al río en su viaje por mi ciudad.

Me detuve y cerré los ojos. La brisa fresca me hizo cosquillas en las orejas, hoy traía consigo un dulce olor a sabia. Allí, en aquel punto del parque, ocurría un fenómeno extraño. Cada día olía diferente, y nunca se repetía el olor. Siempre se trataba de aromas naturales del parque, agradables, pero curiosamente distintos los unos de los otros. Era un hecho extraño, pero a mí me encantaba.

Cuando abrí los ojos vi que se acercaba un matrimonio con paso tranquilo. La pareja miraba el río con aire distraído. No se habían percatado de que yo me encontraba a pocos metros de ellos, contemplándoles. Cuando pasaron por delante de mí, giraron la cabeza y me miraron. Como saludo, sonrieron, y siguieron su camino. Tras ellos, un niño de no más de cuatro años les seguía montado en una bicicleta pequeña con las ruedas auxiliares puestas. El chiquillo iba más pendiente de una mariposa que revoloteaba frente a él que de sus padres. La seguía a la velocidad que le permitía su torpeza con la bicicleta. No apartaba los ojos del insecto… tal vez por eso no me extrañó ver que segundos después de que pasara por delante de mí, el niño se empotraba con un árbol.

Mientras el llanto del niño se alejaba, unas pisadas se hacían sonar entre los árboles, acerándose cada vez más al camino. Seguro que es uno de esos locos que de vez en cuando se cuelan en el parque y se suben a los árboles creyéndose Mowgli. Hay que ver el éxito que ha tenido el niño de la Selva…

El cuadernillo (parte segunda)

Para mi asombro, no fue un hombre con ropajes desgastados y sucios, sino una bella mujer la que salió de entre los árboles. Hermosa. Divina. Llevaba un precioso vestido color crema para familias no muy acaudaladas que sólo dejaba vislumbrar la punta de sus zapatitos, llenos de barro, igual que el bajo del traje. La joven, de unos veinte o veinticinco años, poseía una belleza excepcional. Cualquier dama de élite la habría envidiado y hubiera deseado obtener al menos la mínima parte de su infinita belleza. Irradiaba una luz interior que hacía brillar sus ojos de tal manera que tal vez yo habría perdido el equilibrio si en aquel momento ella hubiera parpadeado. Llevaba su pelo castaño trenzado y recogido en un sencillo moño, a la moda pero sin llamar la atención. Su cara tenía forma ovalada, tez pálida, mejillas manchadas por un puñado de pecas, y unos labios finos e irresistiblemente… ¿familiares?

De pronto me miró y en su rostro se formó un gesto de sorpresa al reconocerme.

−No serás… ¿Francisco?

−Vamos, Elisabeth, desde siempre me has llamado Fran− mi perplejidad era cada vez mayor, ¡se acordaba de mi nombre!.

−Fran… es cierto, pero te llamaba así cuando éramos niños, ahora eres todo un hombre.

Elisabeth, ¡quién me lo diría! Era la última persona a la que podría imaginarme paseando por aquí. Aunque, pensándolo bien, si seguía como siempre y no había cambiado, lo cierto es que no debería extrañarme. Tal vez me ha turbado la impresión de verla de nuevo después de tantos años. Está tan cambiada… ahora es toda una mujer, y guapísima. Yo la recordaba cuando aún dormía con aquel peluche y le encantaba coger ranas y metérmelas dentro de la camisa. Era odiosa, le encantaba reírse de mí. Aún recuerdo aquella vez que me hizo subir a un árbol para recuperar el peluche que antes había colocado ella allí, y después provocó que me diera de bruces contra el suelo.

−Fran, ¿me estás escuchando?

−¿Eh? Sí, sí, estabas hablando de la espectacular belleza de tu… digo, del paisaje.

−No, estaba diciendo que me encanta ese cuadernillo en el que estás escribiendo. ¿No es uno que te regaló tu hermana?

Se había dado cuenta de que había dejado de escucharla y me había limitado a mirarla embobado, y eso no era bueno. Seguro que volvía a atacarme, viendo mi vulnerabilidad, con sus trucos y engaños para obtener algún capricho, como aquél día del peluche y el árbol…

−Sí, es un regalo de mi hermana. Tiene mi nombre escrito por la parte de atrás.

Pero qué guapa era. Cuanto más la miraba, más me quedaba prendado de ella. Opino que tenía que dedicarse a la hechicería, porque estoy seguro de que estaba ejerciendo algún embrujo sobre mí.

−Pues me gusta mucho. ¿Lo tienes muy escrito?

−Me quedan veintitrés páginas para acabarlo.

No pensaba darle mi cuadernillo. Era mi objeto más preciado desde hacía años, y me acompañaba siempre. Yo, sin mi cuadernillo, no sé qué haría, la verdad. Mucha gente lleva tiempo pidiéndome que se lo de, pero este hombre que sabe defender sus pertenencias de manera firme y segura, les ha dejado siempre clarísima su intención de no regalar su cuadernillo bajo ningún concepto.

−¿Me lo regalarías…?

¿Existía una cara más dulce que la que me puso Elisabeth en aquel instante?


27 de septiembre

Hola. Soy yo, Francisco, desde mi nuevo cuadernillo.

viernes, 16 de julio de 2010

Mundo compartido

Un escalofrío recorre su cuerpo, comenzando por el cuello y acabando en la yema de sus dedos. Gira la cabeza, cierra los ojos, y sonríe, mostrando sus dientes. Se le ponen los vellos de punta y estira los dedos de sus manos, separándolos lo máximo posible. Disfruta cada movimiento, cada segundo. Con la espalda también estirada debido al cosquilleo que provocan los dedos de él recorriéndola, se gira hacia su compañero.

Él se limita a devolverle la sonrisa. Qué sonrisa…

Ella vuelve a girarse y apoya su cabeza sobre la mesa, prefiere concentrarse en el cosquilleo de su espalda antes que en mantener la cabeza erguida.

Si hubiéramos prestado atención, nos habríamos percatado de las respiraciones acompasadas de la pareja. Tal vez, fijándonos aún más, podríamos haber escuchado el latido sincronizado de cada corazón. Los dos iguales, el uno para el otro.

Después de unos instantes, en los que cada uno estaba disfrutando del silencio a su manera, la voz masculina del muchacho sonó:

−Te quiero.

Y ella, sin poder articular término debido al efecto que le producían aquellas palabras cuando las pronunciaba su chico, se elevó hasta una nube, la más cercana, y se quedó allí para el resto del día. Flotando. Ensimismada en su mundo, que ahora era un mundo compartido.

domingo, 4 de julio de 2010

Melanocetus johnsoni

“La luz me llega tenuemente. Me acaricia, tímida. Su roce no es más que un débil suspiro.
Pero a mí me basta, no necesito más cariño del sol que ese poquito que me da cuando se acuerda de que allá abajo, escondido, estoy yo, y unos cuantos más que se parecen a mí…”



Milenios después y mil metros más abajo.


“No necesito más, he aprendido a vivir en la oscuridad abismal. Ahora, cualquiera moriría en un lugar como éste, pero yo me he convertido en el rey de la nada.
Y a mí, a este rey de la Oscuridad, me dotaron, tiempo atrás, de ser también dueño de la luz. La poseo. Tengo el don de utilizarla a mi antojo. Aquí, en plena oscuridad, puedo crear la luz y llevarla conmigo allá donde vaya.”


−No tienes tú fe. Vives en la oscuridad porque eres un desecho del Creador, porque se avergüenza de que de sus manos haya salido una abominación como tú.

−Tú eres igual que yo.

−Sí, ambos estamos condenados a permanecer aquí perdidos hasta el fin de nuestros días. ¿Es que nunca te has mirado? Damos tanto miedo…

−Pero, entonces, ¿la luz que poseemos en nuestro interior…? No puede haber sido otra cosa que un regalo de nuestro Dios.

−¿Cómo pretendes alimentarte, si no es atrayendo a la presa con la pequeña linternita? Resígnate, amigo, nunca seremos más que peces abisales.

miércoles, 23 de junio de 2010

A mi madre


−¿Estás?
−Claro, empieza.
−No vale inventarse las respuestas.
−¿Cuándo…?
−Vale, vale, olvida eso último.
−Venga, empieza ya.
−Bueno. ¿Tiene manos?
−Manos de santo. Todo lo que toca irradia luz y alegría.
−¿Tiene piel?
−Tiene diamantes que le hacen brillar hasta cuando no hay sol.
−¿Sus labios?
−Siempre tienen alguna sonrisa atrapada en ellos.
−¿Cómo respira?
−Tiene una bonita nariz respingona, pero estoy seguro de que a este ser tan divino no le hace falta respirar.
−¿Sus ojos?
−Dos luceros que han alumbrado mi camino desde que tengo razón de ser.
−¿Ha hecho alguna hazaña digna de mención?
−Un milagro cada día.
−Estoy perdido. ¿De quién se trata?
−De un ángel.
−¡Te dije que no podías inventarte las respuestas! ¿Acaso conoces un ángel?
−Sí.
−¿Sí?
−Ése ángel me tuvo en su vientre y después me dio la vida.

lunes, 14 de junio de 2010

El niño y la niña


−Niño, que es muy tarde ya. A dormir.
El niño rechista un rato y, bostezando, se va a su habitación. Cierra la puerta y se tumba en la cama. La casa está en silencio.

Dan las doce.

Es la hora.

El niño se levanta con sigilo y abre con todo el cuidado del mundo un baúl de madera que le regaló su abuelo. Con un brillo especial en los ojos y manos temblorosas saca el Tesoro y vuelve a cerrar el baúl.
La luz de la habitación está apagada para que sus padres no se den cuenta de que aún está despierto, pero no importa, está provisto de una linterna que guarda en el cajón de su mesita. A tientas, la encuentra y vuelve a meterse en la cama.

El niño se tapa enterito con la manta y enciende la linterna ahora que la luz queda ahogada y no alumbra la habitación.
Entonces contempla con admiración la obra de arte que tiene entre sus manos.

Es hora de disfrutar de la lectura:


"−Hija, ya van a dar las doce. Es hora de que te acuestes.
La niña rechistó un rato y, bostezando, se fue a su habitación. Cerró la puerta y se tumbó en la cama. La casa estaba en silencio.

Las doce.

Era la hora.

La niña se levantó con sigilo y abrió con todo el cuidado del mundo una caja con símbolos arcaicos que le había regalado su abuela. Con un brillo especial en los ojos y manos temblorosas sacó el Objeto y volvió a cerrar la caja.
La luz de la habitación estaba apagada para que sus padres no se dieran cuenta de que aún estaba despierta, pero no importaba, estaba provista de una linterna que guardaba bajo su almohada. La cogió y volvió a meterse en la cama.

La niña se tapó enterita con la manta y encendió la linterna ahora que la luz quedaba ahogada y no alumbraba la habitación.
Contempló la maravilla que tenía apoyada en sus rodillas.
La niña abrió su portátil.

Era hora de disfrutar escribiendo.

¿Y qué escribiría?

Escribiría… ¡Sí! Escribiría la historia de un niño al que le mandaban a su cama a las doce. Pero el niño, lejos de acostarse, comenzaría a leer, a la luz de la linterna y escondido bajo su manta, la novela de una niña escritora."

sábado, 12 de junio de 2010

Alegría.

A continuación dejo una canción de Era. Recomiendo escucharla mientras se lee esta entrada.



Mira a tu alrededor. Mira la calle. Todo es siempre igual: gente que va para un sitio, coches que corren para otro, y alguna abuela que pasea. Estas harto de oír los gritos que le da tu vecino a no se sabe quién, o de ver que los guays de turno se apoyan en la esquina para molestar y no otra cosa.

Coge un altavoz y sácalo a la ventana, pon otro de cara a la pared que da a la casa del vecino y dale volumen a The Champions sin cortarte un pelo. Nota que los tímpanos te van a estallar, que el suelo y las paredes empiezan a vibrar, y que unos golpecitos suenan (pero apenas se escuchan a causa del volumen de la música) desde el otro lado de la pared.
¡No te achantes!

Asómate a la ventana. ¿Ves que se han ido las nubes? Primero la gente que pasa cerca de la ventana levanta la cabeza y mira con mala cara: no está bien visto molestar. Pero es que no estás molestando, le estás dando color a una sociedad aburrida y monótona.

Ahora dale los buenos días a la próxima persona que pase y mire, y pon un muñeco de los que hacen pompas de jabón para que se las lleve el viento y adornen la calle entera.

La gente hará el camino más largo si es necesario sólo para pasar por tu calle y respirar algo de alegría, y renovar fuerzas para continuar con una sonrisa otro camino más largo, como es el de la vida.
¡Date cuenta, tu vecino ha dejado de rechistar!

Sé diferente :)

sábado, 29 de mayo de 2010

Un suspiro

Tú solo piensa que el tiempo pasa, como caen las gotas de un grifo mal cerrado. Gota, gota, segundo, segundo…

Y cuando vienes a darte cuenta, te has consumido.

El tiempo no se congeló, como pediste en tu decimoséptimo cumpleaños.
El tiempo no se congeló, como deseaste cinco años después, abrazada a él.
El tiempo no se congeló, como rogaste treinta años más tarde, antes de que tu hijo diera su último aliento.

Ya no estás tú tampoco. Sin darte cuenta llegaste, antes o después. Y te reuniste con tu hijo.
¿Cuánto tiempo pasó?
¿Cuánto tiempo has vivido?

Un suspiro.

viernes, 14 de mayo de 2010

La gota de agua

Es una gota. Una pequeña gota que ha quedado atrapada entre sus pétalos. ¿No la oyes? Llama con miedo a su madre, que la dejó caer desde la nube, prometiendo que iría a buscarla al lejano mar. ¡Qué viaje tan extraño! La gotita había caído en picado a través del vacío, acompañada de toda una legión de compañeras que sentían la velocidad con la misma euforia con la que la vivió ella.

Todos los ríos van a dar en la mar,
que es el final.


Es la primera lección que se aprende en las nubes. Todas las gotas saben desde pequeñitas que llegará un día en el que se separarán de sus madres y caerán a la Tierra para dar vida. Y no tienen miedo porque también se les enseña que llegarán, a través de grandes masas de gotas como ellas que van siempre con prisas, a la inmensidad azul, en la que todas volverán a reunirse con sus seres queridos para ascender y nacer, de nuevo, en otra acogedora nube.
Es el ciclo de la vida, le había enseñado su madre a la pequeña gota.

−Pero nadie advirtió que la vida sería tan difícil. Estoy atrapada entre estos pétalos y no puedo resbalarme y descender por el tallo. Además, cayó la noche hace rato; no veo, y me aterrorizan los aullidos desgarradores que escucho a una distancia escalofriantemente cercana… ¿Qué es ese ruido? Algo sigiloso se me acerca, yo sí puedo oírle… Maldita oscuridad, eso está a tan poca distancia que lo estoy sintiendo, aunque no puede llegar hasta mí. Ni siquiera consigo descifrar su silueta. ¿Qué eres, ser de la noche? Habla, pues nací con la capacidad de entender y hablar todos los idiomas de este mundo.

−Yo… vengo de muy lejos. Buscaba comida para mi reino, pero los pobladores del cielo lo han arrasado todo y ya no se encuentra ni una miga. Tengo tanta sed… No puedo seguir con mi camino, he defraudado a mi reina… Ya no… tengo… fuerzas…

−Espera, por favor, veo luz en ti, eres un ser muy trabajador. Nací para dar vida, me dijeron. Tú vas a perder la tuya por el cansancio que te ha provocado el andar día y noche buscando alimento para las crías de tu especie, sin importarte su propio estado de salud. ¿Cómo te llamas?

−Soy la hormiga obrera número setecientos cuarenta y dos.

−Hormiga, tú me has enseñado cuál es mi verdadero papel aquí. No te preocupes, sólo aguanta un poquito más.

Y la pequeña gota supo que hallar el mar no era el objetivo que debía perseguir, sino el de ayudar a todos los seres vivos a, precisamente, seguir viviendo, pues le parecían la alegría de la Tierra, que sería un lugar aburrido y monótono si ellos no estuvieran allí.
Pidió educadamente a la planta que la retenía que la dejara deslizarse a través de su pétalo, si no era molestia, para detenerse ante la hormiga sedienta.

−Vive −dijo la gota, y se dejó consumir.

−Gracias − dijo la hormiga, y vivió.

domingo, 25 de abril de 2010

Tiempo

Las hojas ya forman una gruesa alfombra en la acera de mi calle. Una niña con botas de agua las pisa y se divierte saltando desde un montículo de hojas hasta el siguiente.

Los primeros copos de nieve se apilan en las esquinas del alféizar de mi ventana. El frío se cuela en casa, pero los niños, muy lejos de entristecerse, salen y juegan a tirarse bolas de nieve.

Ya no es tiempo de encender chimeneas, porque los primeros brotes de la primavera han alegrado la calle. Puedes ver a un señor que llama a un timbre vestido con jersey y pantalones de pana, mientras una jovencita pasa por delante suya con una camiseta de mangas cortas y estampado de flores.

Qué calor. Mi hermana me avisa de que se va a la piscina con una amiga que conoció en el campamento...

El tiempo pasa.

Y yo no me doy cuenta.
Sigo sentada en mi cama con las piernas cruzadas y la música muy bajito. Sigo en el mismo estado que hace un año. No ha cambiado nada en mí. Las mismas ideas, los mismos pensamientos, las mismas aspiraciones, los mismos sentimientos...

Pero me refugio en mis libros para no tener que pensar en toda esa actividad frenética que ocurre en mi mente. Tal vez la razón sea que así intento no acordarme de ti.

No consigo el objetivo.

Sigues en mi mente.

Me proponen ir unos días a la playa con mis primos. Genial, un poco de sol para que se quemen las neuronas.

Y ya allí, por la noche, sentada en el porche de la casa, comiendo pipas y jugando a las cartas con mis primos, te imagino sentado con nosotros, junto a mí. Integrado en la familia, como uno más.

Ese sueño me hace sonreír.