lunes, 13 de septiembre de 2010

Espíritu libre

Corre, aunque nada la está persiguiendo. Corre, pisando con fuerza la arena y levantándola tras apartar el pie. Corre por la playa, rodeada, por un lado, de mar, y por los demás, de selva virgen, espesa, viva. Su piel es negra como el carbón, pero una mancha blanca la diferencia de los demás. Esa marca distintiva la margina de los de su tribu, pero ella se siente un espíritu libre. Porque es lo que es. Es un espíritu que corre libre por la playa, sintiéndose amiga de las olas, de los pájaros que la acompañan en su carrera, de cada grano de arena que deja atrás a su paso por la playa. Varios ojos la contemplan desde la espesura. Son los niños negros de su tribu, que la siguen siempre, curiosos, cada vez que ella se aleja de los demás para dejarse llevar por el viento, el salitre y los graznidos y convertirse en un elemento más de la naturaleza.

Los ojos de esos niños son los únicos que la miran con admiración y no con envidia o desprecio. Ellos son los únicos que no se preguntan por qué ella ríe sola, ya que son capaces de compartir su felicidad. Son los únicos que, cuando ella vuelve con los demás, salen con timidez de sus escondites y la imitan con alegría corriendo, revolcándose por la arena, y sintiéndose como ella.

Cuando crezcan, dejarán de ser niños y sufrirán un cambio radical que les impedirá hacer todo eso.

Aunque el tiempo no surte efecto en ella, el espíritu libre.

¿No sería bonito que a los niños les pasara lo mismo, es decir, que siguieran conservando ese espíritu por mucho que pasara el tiempo? ¿No podría eso pasarnos a todos?

Porque quiero sentirme ese espíritu libre de la selva.

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